Marcia apenas despega los labios. Ni levanta casi la mirada de una enorme calabaza en descomposición. La toca, la mece en la mano y la desecha. Demasiado estropeada. Vecina del barrio de Carabanchel y de nacionalidad boliviana, se pasea con un carrito de la compra de cuadritos grises y blancos por los bordes de una de las seis enormes naves del mercado central de frutas y hortalizas de Mercamadrid. No es la única. Centenas de personas van los sábados para "hacer la compra de la semana". Esto consiste en ir a recoger los productos que las tiendas consideran que ya no están en un estado suficientemente bueno como para venderlo. Ella, Marcia, asegura que es la primera vez que viene "a esto".
El fenómeno es bastante reciente y afecta en su inmensa mayoría a inmigrantes en los que uno de los miembros de la pareja ha perdido el empleo y no pueden llegar a fin de mes después de afrontar pagos como la hipoteca.
"Se nos puso la letra del piso en más de 1.500 euros y mi marido se quedó en paro porque se murió el abuelito que cuidaba", explica Lidia, también boliviana y residente en Móstoles. "En grupos de ayuda otros inmigrantes nos contaron este truco. Es estupendo y coges comida para alimentar a tus hijos toda la semana", dice muy ufana esta mujer menuda de mediana edad, antes de marcharse a la casa en la que trabaja como limpiadora.
El proceso comienza en las paradas de autobús desde las que parten vehículos con destino al mercado, en un inhóspito cruce de autopistas. Casi nadie de los que van a recoger verduras o frutas tiene coche propio. A las nueve de la mañana, bajo la marquesina del T-32 se amontonan mujeres solas y familias enteras con bolsas reutilizables de grandes superficies, mochilas y carritos de la compra con ruedecillas.
María, paraguaya, luce unas simétricas trenzas que le cuelgan hasta los hombros. Vestida de negro de pies a cabeza, cuenta la "buena idea" que es recoger los alimentos desechados. "Para los que no tenemos porque el marido se nos quedó sin trabajo por lo de la construcción es un alivio", explica con una sonrisa mientras casi grita: "¡No me da ninguna vergüenza coger mi abono transportes y venir a por la comida, que está perfecta aunque parezca un poco fea por fuera!". Cuando el autobús se detiene, tras traspasar uno de los enormes portones rojos de metal, María baja y se dirige a uno de los "muelles" de carga de la nave más cercana a la parada. Allí recoge judías y unas largas bayas verdes antes de desaparecer hacia otro de los búnkeres.
Entre las naves, en la parte exterior, el trasiego de carritos y personas examinando el género es continuo. También se acercan emisarios de organizaciones sociales para recibir cajas y cajas enteras. Lo tienen pactado con los distribuidores. A ellos les dan los alimentos envasados y apilados en palés de madera.
También hay otro tipo de beneficiarios. Varios hombres cargan furgonetas, de apariencia desvencijada, con grandes cantidades de mercancía que les dejan apilada en los márgenes de las naves. Algunos de los inmigrantes dicen que son vendedores ambulantes que les prohíben acercarse a los productos en mejor estado. "Te dicen que te vayas y que no se te ocurra tocar esas cajas. A veces te amenazan y todo", revela un habitual de los sábados. También Lidia se ha topado con ellos: "Hay que tener cuidado y ya está. Dejarlos en paz". La creencia entre los inmigrantes es que esas personas venden los productos después en mercadillos.
Dos amigas ecuatorianas esperan el autobús de regreso a Villaverde. La parada está atestada de gente. Son ya más de las once de la mañana y ya no queda nada que merezca la pena recoger. Llevan dos bolsas con enormes trozos de yuca y calabaza. También un cuchillo con el que cortan trozos de fruta para dárselos a otras personas. Hay senegaleses, latinos de todas las nacionalidades, marroquíes y chinos. Algunos algo azorados ante la presencia de periodistas. La mayoría, indiferentes. La historia siempre es la misma. De las dos amigas, una trabaja como empleada del hogar y viene "porque es mejor que comprar y está igual de bueno". La otra, porque se lo dijeron y lleva una temporada sin trabajo.
El perfil de estas personas, en las que se ven familias enteras con niños que también cargan con los bolsones, no es el de un indigente. Un extremo que corrobora Javier Baeza, de la parroquia de San Carlos Borromeo, y trabajador diario con familias con dificultades económicas: "Ya no nos piden para libros de texto o pagar la luz, sino para comida", revela. "Esto de Mercamadrid es porque hay necesidad. Es gente que estaba en la obra y cosas así y ahora solo trabaja uno de los dos de la pareja. Son gente a la que la crisis ha descabalgado de la clase media", es su análisis.
"Vienen personas sueltas, no ONG, desde hace no mucho tiempo. Antes era más aislado y ahora empieza a ser bastante seguido", confirma uno de los trabajadores del mercado cuya tarea es sacar las cajas con los excedentes de los laterales de las naves. "Pero de todos modos es más normal que venga gente de asociaciones y después son ellos los que lo distribuyen entre la gente necesitada", matiza. Lo cierto es que el pasado sábado, entre las nueve y las once de la mañana, eran más de 100 las personas que pululaban con sus carritos sopesando lo viable de una pieza de verdura o fruta tirada sobre el asfalto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario