Hay un episodio reciente que ha pasado inadvertido para la mayor parte de los medios de comunicación españoles. Quizá porque no es modelo de mansedumbre y buen rollito, y resulta socialmente incorrecto al haber pistolas, escopetas y toda clase de armas de por medio. Y en este país imbécil que habitamos y que nos habita, de ahí a llamarle ultraviolento y facha -etiqueta adhesiva polivalente- a su protagonista, incluso a quien se refiera a él, hay menos que el canto de un euro. Pero me importa un carajo. Como decía mi abuelo, hay cosas que alientan la virtud, o al menos cierta clase de ella, aunque no se trate de la que anda al uso. Así que, bueno. Quien sepa ver virtudes en esta historia, que las aproveche. Y el que no, pues oigan. Que le vayan dando.
Se llamaba Alejo Garza Támez, tenía 77 años y era empresario maderero con rancho en Tamaulipas, México. Nadie le había regalado nada: llevaba toda la vida trabajando, y cuanto tenía lo ganó con sudor y trabajo. Aficionado a la caza y la charla con los amigos, era respetado por sus vecinos; de esos hombres cuyo apretón de manos y palabra valen más que un contrato firmado. Su desgracia fue que, en los últimos tiempos, Tamaulipas, como buena parte de México, se ha convertido en territorio comanche: narcos hasta en la sopa. Y hace dos meses, el sábado 13 de noviembre, con precisión de corrido de los Tigres del Norte, los sicarios del cártel de allí fueron a decirle muy gallitos que ahuecara. Que su propiedad les interesaba, y que debía arreglarse con ellos. Veinticuatro horas para pensarlo, dijeron. Luego aténgase a las consecuencias. Que, tal como andan las cosas en esa tierra, se resumían en una: velatorio con cuatro cirios encendidos en las esquinas y ataúd en medio. El suyo.
Don Alejo se lo pensó, en efecto. Con casi ochenta tacos de almanaque, concluyó, lo mío anda más que amortizado. Se le hacía cuesta arriba cambiar de rancho, a su edad. Así que, parafraseando a Cervantes, se dijo aquello de balas tengo, lo demás Dios lo remedie. Hasta aquí hemos llegado. Reunió a los trabajadores del rancho, les pagó lo que les debía, y ordenó que al día siguiente no fuese ninguno a trabajar. Quiero estar solo, dijo. Luego hizo recuento de armas y municiones -ya he dicho que era cazador- y pasó el resto del día en preparar la casa para su defensa, poniendo barricadas en las puertas y disponiendo escopetas y cartuchos para disparar en cada ventana. La noche fue larga, de poco sueño y mucha alerta, atento a cualquier ruido exterior. Supongo que se quitaría el frío con una botella de tequila y mataría las horas con cigarrillos. Tal vez había dejado el tabaco años atrás, por la salud, y volvió a fumar esa noche. Es así como imagino a don Alejo: sentado en la oscuridad con un rifle semiautomático entre las piernas, los bolsillos llenos de cartuchos, un tequila en una mano y la brasa roja de un cigarrillo en los labios, entornados los ojos para escudriñar la noche, atento a los sonidos del exterior. Recordando a ratos su vida. Esperando.
A las cuatro de la madrugada sonaron motores. Bajando de varias camionetas, armados hasta los dientes con fusiles de asalto y muy seguros de sí, como suelen, una veintena de sicarios se encaminó a la casa, gritando que tomaban posesión del rancho. Que todo el mundo saliese afuera, con las manos en alto. Entonces, en el interior, don Alejo apuró el tequila, apagó el último pitillo con el tacón de sus botas de piel de iguana y empezó a pegar tiros.
Fue un verdadero combate, largo e intenso. Hasta granadas usaron. Desde los ranchos cercanos se oyó mucho rato el crepitar de las balas y el retumbar de las explosiones. Don Alejo vendía cara su veterana piel. Y cuando a la mañana siguiente tropas de la Marina mejicana llegaron al lugar, aquello parecía un campo de batalla. La casa todavía olía a pólvora, acribillada por centenares de disparos e impactos de granadas. El interior, destrozado a tiros, se veía alfombrado de casquillos de bala disparados por don Alejo; que yacía muerto junto a una ventana, con el rifle todavía cerca. Se había llevado por delante a cuatro gatilleros, cuyos cadáveres estaban tirados delante de la casa. Dos sicarios más, gravemente heridos, a los que sus compañeros habían dejado atrás por creerlos muertos como los otros, vivieron lo suficiente para contar la historia. El viejo peleó como una fiera, dijo uno. Hasta el último cartucho.
Colorín, colorado. Ésta es la vida y la muerte, real como la vida y como México mismo, de don Alejo Garza Támez. Si el ejemplo es edificante o no, allá cada cual con lo que entienda. Yo me limito a contar la historia de un abuelete de Tamaulipas a quien los poderosos -los narcos, en su caso- dijeron que se hincara de rodillas, y no quiso. Le daba pereza.
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