“La empresa alemana para la que trabajaba había pagado sobornos generalizados para la obtención de contratos. Él había satisfecho muchos de estos pagos, pero había pedido y obtenido retrocesiones de dichos pagos. Cuando el escándalo salió a la luz cayó la cúpula de la compañía. Él pasó por la cárcel, aunque poco tiempo. Al salir, acudió a jugar al golf a su club de toda la vida. Terminó su último hoyo, y entró a comer en la cafetería social. Al verle, los presentes se pusieron en pie y abandonaron el recinto, dejándole solo. Él acabó su comida. Volvió a su casa. Se suicidó”.
Así me contaba un amigo mío una anécdota sobre un financiero corrupto que me sobresaltó. “El problema –decía mi amigo-, es que la intolerancia que muestra la sociedad alemana ante la corrupción y el soborno no ha impregnado en España, y por lo tanto nuestra gran debilidad no es la corrupción endémica, sino la tolerancia social hacia ésta”.
Hoy que todos escribimos y hablamos sobre cómo cimentar los pilares de una nueva arquitectura financiera, económica y política, olvidamos que la base sobre la que edificar estos edificios tiene que ser una sólida arquitectura moral. Dicha moral debe ser incompatible con la corrupción de todo tipo, y cabe plantearse hasta qué punto se ha debatido en profundidad sobre la tolerancia hacia la corrupción que impregna toda nuestra sociedad.
Vomitivas nociones como la de “absolución por las urnas” se airean en los medios sin que la sociedad civil salga a la calle denunciándolas. De igual forma, se toleran plebiscitos buñuelescos dentro de los partidos para elegir sucesores, bajo la falsa formalidad de la “democracia interna en los partidos”; los índices de elección de los afortunados exceden muchas veces el 99%, porcentajes que serían la envidia de Mubarak o de Ben Ali. Sin embargo nadie protesta ante esta farsa, y nos debería hacer sonrojar la valentía de los jóvenes libios, tunecinos o egipcios que sí se rebelan ante sus farsas.
La reciente reforma del Código Penal convierte a las personas jurídicas responsables ante ciertos tipos. Así, empresas privadas pueden asumir responsabilidades penales. Antes de aprobar la reforma, en un cínico ejercicio de despotismo de casta se exceptuó a “partidos políticos y a sindicatos” de responsabilidad penal. Así se cumplía el mito orwelliano de “algunos animales son más iguales que otros”. Apenas nadie ha elevado la voz contra tal despropósito.
¿Radica el mal en la disposición injusta o en nuestra borreguil sumisión a la misma?
Y de igual forma que un mínimo de higiene mental nos debería hacer distinguir entre responsabilidad legal y política, todos deberíamos también diferenciar entre una absolución jurídica por motivos formales, de una absolución de fondo del tipo juzgado. La culpabilidad en el fondo mutada en inocencia en la forma debería equivaler a una condena moral. Por último, se asume como natural el voto en bloque de sectores de la magistratura en función del partido que lo ha nombrado, y nadie sale a la calle protestando porque esta situación viole la tutela judicial efectiva.
Un rearme moral de la sociedad española pasa inescrutablemente por el establecimiento de listas abiertas, favoreciendo la permeabilidad entre la sociedad civil y la clase política, primando la meritocracia y no la mediocridad mutada en sumisión. Se debería también establecer por imperativo legal el establecimiento de primarias para la elección de candidatos simplemente para hacer cumplir la Constitución, que mandata el carácter democrático de los partidos, mandato que es violado impunemente sin consecuencias de ningún tipo, provocando el hecho de que nuestros partidos sean tan democráticos como la República Democrática Alemana.
El rearme moral pasa además por un sistema judicial libre de la injerencia de los partidos, con órganos de autogobierno elegidos por los propios jueces. También con una elite empresarial intachable moralmente, de máximo prestigio y con voz propia para criticar los excesos y desmanes políticos y para plantear objetivos nacionales a largo plazo, hoy en día en que el cortoplacismo arruina nuestra capacidad de plantear soluciones. Por último, una sociedad civil fuerte para criticar y hacer caer a empresarios, directivos y políticos que no respeten estos máximos criterios morales. Dicha sociedad civil no existirá mientras prevalezca la cultura de la subvención de todo tipo, que castra la iniciativa y el librepensamiento ciudadano y empresarial, y por lo tanto cualquier iniciativa privada debería aspirar a la autofinanciación para eliminar la injerencia política.
Hoy se acepta la corrupción de la democracia, la corrupción del enriquecimiento ilícito, pero no la corrupción que genera un efecto negativo como la salud o un daño a un colectivo como el infantil. ¿Utilizamos las consecuencias antes que las causas o las intenciones para juzgar a los corruptos? Quizás corresponda ahora pensar, ¿se levantaría usted de la cafetería del restaurante al contemplar a un sujeto empapado de nuestras particulares corrupciones? Si la respuesta sincera es “no”, entonces tendremos que volver a gritar juntos lo mismo que se gritó a la vuelta del inefable Fernando VII: “vivan las cadenas”.
Así nos fue.
Fuente: www.cotizalia.com
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