martes, 10 de abril de 2012

LA DECADENCIA SUPERABLE

El fin de la civilización griega clásica fue trágico. Aunque Aristóteles intentó desasnar a Alejandro Magno y otros muchos siguieron dando el callo, la política, la imbecilidad y las guerras acabaron con la cultura primigenia de Occidente.

¿Qué habría pasado si las guerras del Peloponeso no se hubiesen declarado, si atenienses y espartanos no se hubieran dado por saco los unos a los otros para acabar autodestruyéndose ambos en un final casi glorioso aunque estúpido?

Los últimos siglos del Imperio Romano no produjeron nada relevante. Tras una larga decadencia había quedado estructuralmente agotado, culturalmente muerto, un espectro agonizante de lo que una vez fue. Se descompuso por inanición política, económica, social, artística y educativa. Del cada vez menos misterioso harakiri de los mayas ya hablamos en su momento.

La ruidosa y mal informada civilización occidental sigue de momento la estela del segundo modelo, aunque el primero acecha y el tercero asciende en el escalafón a marchas forzadas.

Una política desquiciante
Resultan patéticos casi todos los gobernantes. El sentido de estado ha desaparecido de la faz; no solo de EEUU, China o Rusia sino, sobre todo, de Europa. El castrante populismo de Iberoamérica es mejor ni mentarlo.

Nunca antes había gobernado a la vez tanta gente tan mediocre y tan simple. Tanto Sarkozy, caricatura de la otrora diplomacia versallesca; o Chaves o Kirchner,  Morales o Castro, prototipos grotescos de la siempre degradada Latinoamérica aunque, que se sepa, los romanos jamás pasaron por allí.
No es que no haya ningún Pericles. Ni siquiera un Richelieu y menos un soplo del cardenal Cisneros está al mando. Abundan más bien los Godoy, mejorando al flojo y denostado Zapatero o al payaso Berlusconi, ambos por fin historia aunque desgraciada y funesta.


Una ciencia renqueante
Desde hace medio siglo el mundo no produce nada científicamente relevante más allá del descubrimiento del genoma humano. Avances basados en conocimientos anteriores. Ninguna teoría rompedora diferente que revolucione esta escombrera intelectual. Ha habido, como compensación, adelantos tecnológicos enormes, que no quiere decir científicos.


La tecnología consiste apenas en aplicar cacharrería contaminante a la ciencia existente, incrementando la entropía. No se espera de momento a la fusión nuclear, crear pequeños soles a la puerta de casa. Algo más que aparatitos que solo saben girar o intrascendentales artilugios. La energía se sigue obteniendo haciendo simples agujeros en el suelo. Los virus descontrolados, con vacas o sin vacas locas, siguen produciendo pavor.


  El clima ni lo entendemos.
Si hablamos de fundamentos económicos o sociales el anquilosamiento es todavía más sobrecogedor. La pronto eximia ley de los conocimientos decrecientes (sic) se ha cumplido a rajatabla con ellos. Avanzamos ya por la pendiente negativa de la curva gracias a una mal llamada sociedad de la información incapaz de discriminar sabiduría de mendacidad, calidad de cochambre.


Una cultura abotargada
Durante el siglo XIX y la primera mitad del veinte las aportaciones científicas, artísticas y culturales fueron impresionantes, hecatombes aparte. El siglo XIX artístico lo inauguró Goya, siguieron entre otros los impresionistas, cerrando Picasso y Dalí el brillante período, los tres de lo poco bueno parido por estas apaleadas tierras. Poco más vino después. Llegó el diluvio pictórico y la impostura artística, en forma de continuas tomaduras de pelo, para consumo de críticos banales y posmodernas masas indigentes. Ni siquiera ha habido más de lo mismo.

La literatura alumbrada fue genial, siempre a la sombra de Shakespeare, Cervantes o Montaigne. Desde los rusos Tolstoi, Chejov, o Gorki; los ingleses e irlandeses Dickens, Byron y Wilde, o Joyce; los franceses Dumas, los dos, Flauvert o Proust; los desperdigados Kafka, Pessoa o Cavafis; nuestra edad de plata de la literatura; o incluso algún estadounidense despistado como Walt Whitman o el tenebroso genial Edgar Allan Poe.

Lo de ahora, liviana literatura a granel propia de tiempos tan almohadillados, o soporíferos pestiños intelectualoides, no se puede ni comparar a la alumbrada entonces.


La filosofía ausente
La filosofía ciertamente floreció. La escuela alemana, con Schopenhauer y Nietzsche a la cabeza, sobresalió. Por eso no se entiende bien por qué pasó lo que pasó allí durante la primera mitad del siglo XX. Cómo se puede evolucionar desde la mayor cordura e inteligencia al terror más absoluto en tan pocos años.

En física, química, matemáticas o biología la lista sería inabarcable. En arquitectura también. Diferentes y variados estilos inundaron de belleza calles y plazas en todas las ciudades de este maltratado planeta durante ese venturoso siglo y medio, sobre todo en su etapa final.


La corrupción rampante
Hasta que la piqueta se llevó por delante muchas maravillas, el simplismo hormigonado se impuso en los años sesenta, para inundar la vista de vulgaridad acristalada repleta de incomunicación urbanística, de lamentables rotondas y espantosos adosados, de vacías plazas vaciadas alfombradas con sucias losetas agrietadas.

De insulsa y contaminante arquitectura estelar a la altura de políticos indecentes e incultos gestores sin escrúpulos que la han contratado con nuestro dinero, para mayor gloria de su propio bolsillo. Nada que ver con los augustos y refinados mecenas de antaño y las sofisticadas obras que patrocinaron.
Cuyo colofón grotesco es la conceptualmente simple torre Cajasol, que pretende vilipendiar un paisaje que debería continuar siendo patrimonio de toda la humanidad. Que abochornará a la Giralda, convirtiéndose en faro obsceno y símbolo de unos tiempos que es mejor olvidar. En motivo de escarnio para los sevillanos, traca final de una época ominosa que todavía no ha acabado. Finalizará el día que los andaluces y el resto de españoles, solidariamente, la terminemos de pagar. ¿De responsabilidades no hablamos?


La economía atascada
El empleo generado durante el último siglo como consecuencia de la creación de nuevos mercados, gracias a la ciencia y los aparatos desarrollados, se está destruyendo. El modelo económico tecnológico-religioso con sus ramalazos kafkianos, agotando.

Es causa principal, entre otras, la negativa a imputar los efectos colaterales de la actividad económica a causa de la codicia material y la soberbia tecnológica, que empobrecerá a las generaciones venideras.
Hemos alcanzado la parte plana de la curva enunciada en la llamada ley de los desarrollos tecnológicos decrecientes (otra vez sic) que, tal y como está hoy planteada, nos indica que sin un cambio copernicano en los paradigmas, aplicando nociones de eficiencia y productividad como las enunciadas aquí, el crecimiento económico continuo es imposible (de hecho a muy largo plazo lo será). No habrá nuevos mercados masivos que nos saquen del atolladero sin un cambio sustancial en los fundamentos económicos y sociales.


La decadencia superable
Hace falta un tsunami mental, una discontinuidad, una ruptura que espabile mentes sacudiendo neuronas y raciocinios, restaurando belleza y exuberancia. Colocando el desvaído mundo de las ideas, mustio espejismo de lo que una vez fue una civilización plena, a la altura de los avances tecnológicos, parece que ya no científicos, una vez dejen de producirse a costa del planeta provocando una decadencia estética, económica, intelectual y moral acelerada.

Investigando y promoviendo una estrategia clara y razonable que nos dignifique, que facilite el futuro a nuestros hijos, que atente contra la teoría de la evolución, que alivie el hedor que provocamos. En vez de perseverar cada mañana, erre que erre, con la misma táctica depredadora, predicada por los druidas, siguiendo los mezquinos dogmas neoclásicos dominantes.

¿Acabaremos como los griegos, los romanos o los mayas? Se admiten apuestas.

Fuente: www.cotizalia.com

1 comentario:

  1. Está claro que el fin del mundo va a ser la rotura definitiva del sistema económico. Veremos después, si sabemos manejarlo, o habrá una gran guerra (la última)

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