Ésta es una crónica personal sobre la constitución del ayuntamiento de Madrid, pero podría servir para cualquier otro de los miles que se formaron ayer en España. En más de 50 ciudades y en numerosos pueblos donde ni siquiera hubo prensa, los ciudadanos indignados protestaron, coreando consignas similares a las que escuché en la calle Mayor: “Ayuntamiento, unta, untamiento”, “Mírala, ahí está, la cueva de Alí Babá”, o “Esas corbatas apestan a chorizo”.
Muchos han corrido a dar por enterrado el Movimiento 15M. No quieren ver que anuncia el principio de un largo ciclo insurreccional. No saben cómo encajarlo en sus esquemas y no están dispuestos a cambiar la cómoda mirada bipartidista sobre la política. Pero los ojos viejos inducen a cometer errores. Uno muy común es contar los manifestantes (a la baja, claro). Ignoran que no va con los indignados lo de fletar autobuses pagados con subvenciones para lograr una gran masa humana en Madrid, el centro del poder. Eso es cosa de los viejos mastodontes sindicales. En España se inventó, con la ocupación francesa, la guerra de guerrillas. Ayer los indignados crearon un nuevo tipo de manifestación: la mani de manillas. No se trata de lanzar un obús, sino fuego graneado, y replegarse. Ayer, mañana. Y pasado mañana otra vez. Y el 19J. Y así.
Otro error habitual –que volvió a repetirse ayer- consiste en subrayar el carácter ilegal de las concentraciones. Es el argumento de quienes van a restaurantes que disponen de aparcacoches en nómina, es decir, que tienen normalizada la ocupación ilegal de la doble fila para que ellos no se tomen molestias. Ayer, en la calle Mayor, mucho antes de que los policías se vistieran de siniestros antidisturbios, se me acercó un hombre y me dijo, señalando al cordón policial: “Te habrás fijado que ni uno de ellos lleva la placa de identificación, ¿no? Para que lo digas en las tertulias cuando hablan de la legalidad”. Dicho queda: los policías de ayer también eran ilegales. Espero que, entre regüeldo y regüeldo, los del restaurante tengan un recuerdo para el imperio de la ley.
Decía al principio que ésta es la crónica de la constitución de los ayuntamientos. Debería, pues, celebrar en negrita los nombres de preclaras personalidades y escribir con adjetivos solemnes acerca de un bastón de mando que cambió de manos. Debería encontrar sustantivos institucionales y una sintaxis canónica. Pero escribiría una crónica ritual, como lo es nuestra democracia autosatisfecha: una ceremonia en la que todo está decidido de antemano, para que los grandes partidos se repartan la tarta y dejen las migajas a la ciudadanía. En nombre de la ciudadanía, por supuesto. Pero esta crónica se escribe con las cacerolas de Argentina, las plazas de Egipto y las manos en alto de España. Lo de menos es el contenido de los gritos ante los ayuntamientos. Lo significativo es que el aullido que recorre el país decreta el fin del simulacro. El público irrumpe alegre en los escenarios donde se juega a representar al pueblo y dice que este espectáculo ya no es verosímil. Señores políticos, nadie cree ya su ritual. ¿Qué van a hacer?
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