Algunos dicen que Jordi Évole se ha jugado su credibilidad (y la ha perdido) con el falso documental sobre el 23-F. Vaya. Qué desgracia. Me parece muy bien que una parte de la audiencia le critique y otra parte le aplauda, porque para eso está: para ser audiencia y opinar. Resultan un poco más chuscas las críticas de ciertos profesionales que conocen a la perfección las patrañas de sus propios medios, contribuyen a ellas cuando hace falta o las soportan en silencio, porque hay que pagar la hipoteca y educar a los niños. ¡Cuánto pontífice de la verdad!
A mí no me gustó demasiado el falso documental. Llegó a aburrirme. Y, sin embargo, me pareció muy bien. Évole hace televisión. Como artefacto televisivo, el programa cumplió sus objetivos de forma abrumadora: obtuvo audiencia y suscitó debate. Cuando opera bajo la etiqueta de Salvados , Évole cultiva un periodismo mestizo, una información-entretenimiento que satisface a millones de personas. Me incluyo entre ellas. Otras veces, como el domingo, Évole hace otras cosas. Y asume riesgos. Personalmente, habría preferido ahorrarme las excusas posteriores («les contamos esto porque no podemos contarles la verdad»), un poco bochornosas, pero ese es un asunto menor. Lo importante es la provocación, algo bien sabido por los participantes en las tertulias políticas televisivas. Si quieren periodismo puro, austero, riguroso, búsquenlo en algún libro o criben la prensa diaria hasta encontrar una pepita (las hay) de ese material rarísimo. No se lo exijan a la industria. La industria es otra cosa. La industria, amigos míos, existe para ustedes, para sus prejuicios y sus puñetas.
Tiendo a pensar que podríamos confiar un poco más en la prensa, fuera cual fuera el soporte, si cada uno de sus productos incorporara algo parecido al making of ; un relato de cómo se ha construido la información. A eso, en una época, se le llamó nuevo periodismo. Disculpen la divagación, temo que no venía al caso.
Me acojo a la disculpa anterior para precisar que yo no me fui de El País por los despidos (aunque oficialmente fuera uno de los despedidos), ni por las malas formas con que se planteó el expediente de regulación de empleo. Me fui a otro periódico, El Mundo, que también despedía a gente. Lo que me parecía intolerable en El País tampoco era el ambiente opresivo, muy característico de la casa, ni algunas tonterías que se publicaban junto a piezas espléndidas, sino el cinismo de su máximo responsable, Juan Luis Cebrián: el hombre que ha conseguido ganar fortunas arruinando a accionistas y despidiendo a trabajadores; el hombre que debía defender el periódico y lo despreciaba públicamente.
Me fui a trabajar para un director, Pedro J. Ramírez, que también había hecho del cinismo un arte. ¿Han visto la película Primera plana? No la de Howard Hawks (un buen director no puede parecerse a Cary Grant), sino la de Billy Wilder , con Jack Lemmon como el reportero Hildy Johnson y Walter Matthau como el director Walter Burns. ¿Recuerdan el final? ¿Recuerdan lo que ocurre con el reloj que Burns regala a Hildy? Ahí está todo. Ahí está lo que en mi opinión, absolutamente subjetiva, redime a Ramírez. No me importa trabajar para un jefe que me engañe, me explote o me estafe, mientras ame su periódico y me engañe, me explote o me estafe en beneficio del periódico. Es decir, del oficio. Es decir, de algo muy imperfecto para un público muy imperfecto. Me gusta trabajar para alguien que, como yo, disfrute con este asunto tan sucio e impugnable, tan estúpido, tan poco rentable, tan falto de credibilidad y, aunque a estas alturas no se lo crea casi nadie, tan necesario que llamamos periodismo.
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