jueves, 21 de enero de 2010

Nos tenemos que volver mayores, por Leopoldo Abadía

En La Contra de la Vanguardia, Ima Sanchís entrevista a un señor que no debe ser muy simpático. O es que tenía un mal día. La periodista hace preguntas y él contesta unas cuantas con puntos suspensivos o diciendo “no lo sé”, que es lo que digo yo con tanta frecuencia. En mi caso, realmente, es porque no lo sé. En el caso de este señor, no lo sé.

Pero en la penúltima pregunta, él dice que “la verdad no está relacionada con la cantidad de personas que crean que lo que digo es correcto o incorrecto”.
O sea, que el señor antipático no es tonto. Y en este punto, tiene las ideas claras. Y quizá le pasa lo que me pasa a mí: que está cansado de que la verdad se decida a votos.

Luego lo estropea un poco. Dice que querría transmitir a sus alumnos “temas relacionados con la ingeniería”, y cuando Ima le pregunta si querría transmitirles algo respecto a su posición como seres humanos, contesta que “ni siquiera ha pensado en eso”. O sea, exagerando un poco: podría ocurrir que este señor, cuando entra en clase, en vez de ver personas, ve cosas a las que transmitir sus conocimientos de ingeniería, y esas cosas en el futuro darán clases a otras cosas, etc.

Y sigo exagerando: esas cosas, que, a primera vista parecían personas, igual se van a un bar y, con la formación que les ha dado este señor, deciden cuál es la verdad. Me parece que, si ese es el enfoque, es peligroso. Puede ser que este señor haya estado distraído durante la entrevista (la periodista dice que le contestó las tres primeras preguntas mientras leía mensajes y sin levantar la vista de su teléfono). Puede ser que, cuando haya leído la entrevista, haya sacado el propósito de distraerse menos. Incluso hasta sería posible que le echase la culpa a la periodista, diciendo eso de que sacó las frases del contexto.

Y como acabo de publicar un libro y si no hago publicidad yo, no la hace nadie, quiero referirme al Vicepresidente de la Buena Educación que sería uno de esos seis señores que irán en el safety car que se me ha ocurrido que deberíamos instaurar en nuestro país. Porque lo de la buena educación es muy serio. Y tengo la sensación de que no estamos orientados en ese camino. La buena educación es una serie de cosas:

1. Las que constituyen lo que normalmente se llama “buena educación”: no hablar con la boca llena, no soltar tres tacos por cada palabra normal, no estar con el sombrero puesto continuamente (excepto Joaquín Sabina, a quien le cae muy bien), no empujar a una señora para conseguir colarse delante de ella en el ascensor, etc.

2. Y lo demás, que, por cierto, es fundamental.

Cuando hablo de “lo demás”, me refiero a:
1. Responsabilizarme siempre de MIS acciones, sin echar la culpa de lo que me pasa al Gobierno, a la Unión Europea, a Obama o a Franco.
2. Madurar lo suficiente como para poder hacer un juicio crítico sobre lo que me ofrecen o lo que me prometen.


O sea: si en una entidad financiera norteamericana me ofrecen invertir en un “fondo vehicular estructurado garantizado por obligaciones convertibles ligadas a la cotización de las acciones de un banco islandés”, y pongo allí mi dinero, sin entender nada, no tengo ningún derecho a quejarme cuando el banco islandés se hunde en los fiordos noruegos, que era adonde se dirigía para escaparse de las iras de los islandeses que habían confiado en él.

O sea: cuando un señor de un partido político, de derechas de izquierdas o de segundo piso exterior, me dice algo que no entiendo (normalmente porque él tampoco lo entiende) y yo, por razones ideológicas o por pereza mental, digo “¡ole tu madre!” y luego la madre me sale rana, no tengo derecho a quejarme porque la responsabilidad es única y exclusivamente MÍA
.

Y así, sucesivamente.
Que sí, que somos seres humanos y eso requiere que el ser humano se mire en el espejo y, además de comprobar la velocidad mareante a la que van apareciendo las arrugas, se diga a sí mismo: “Mira, majo. Si las cosas te van bien, es CULPA TUYA. Y si te van mal, TAMBIÉN”.
Ya sé que esto no es tan simple, pero no podemos esperar a que, siempre, alguien, de Madrid o de la capital de nuestra Comunidad Autónoma, nos acaricie cariñosamente la cabecita y nos diga: “Hala, guapo, ya verás cómo papá te cuida y te mima. Tú, paga impuestos y cállate”.

Una hija mía acaba de tener un niño. Por eso, ahora presumo de mis 40 nietos y me apetecería enseñaros las fotos de los 40 y contaros las maravillas de cada uno de ellos, porque como los míos, ninguno. Pero, por prudencia, no lo hago.
Mi hija me ha dicho que tiene 16 semanas de permiso de maternidad y su marido, 15 días de permiso de paternidad. Su marido es majísimo y se mete conmigo cuando pienso la cantidad de días de maternidad y de paternidad que hemos perdido mi mujer y yo a lo largo de nuestros 51 años de casados y 20 años de embarazos, que son muchos años.
Y cuando estaba haciendo los cálculos, mi yerno va y dice: “Pues en Suecia, el permiso de maternidad es de 96 semanas”. O sea, que si mi mujer, en vez de ser de Zaragoza, hubiera nacido en Estocolmo, que no le hubiera costado nada, habría estado de permiso 96 semanas multiplicadas por 12 hijos, que hacen un total de 1.152 semanas (22 años). Cuando hubiera vuelto al trabajo, habría hecho dos cosas: limpiar la mesa de papeles y tramitar su jubilación.

Me parece muy bien que vivamos mejor que antes. No tengo ninguna añoranza de los viejos tiempos, porque serían viejos, pero no mejores. Que lo de que cualquier tiempo pasado fue mejor lo escribió Jorge Manrique cuando se murió su padre, para que las coplas le salieran entonadas.

Este tiempo es muy bueno. Pero, como siempre, la responsabilidad de lo que ocurre es nuestra. La revolución civil no consiste más que en conseguir que los 46 millones de españoles seamos maduros, sensatos, honrados, trabajadores, leales, sinceros…En una palabra: PERSONAS.
Y que nos dejemos de rollos y de rollistas. Y que cuando alguien nos diga, con cara seria, que la tendencia es positiva, porque se ha ralentizado el decrecimiento del paro, en vez de aplaudir a la primera, digamos: “¿me lo puede usted repetir?”

Me preguntaron en un programa de televisión si habría que volver a la cultura del esfuerzo. ¡Pues claro, hombre, claro! ¡Si lo otro (la cultura de la vagancia) no ha sido cultura nunca! Lo que pasa es que por aquello del pecado original, se nos ha olvidado que el hombre fue creado para trabajar (ut operaretur, como dicen los que han leído el Génesis en latín) y algunos han pensado que todo el monte es orégano y que aquí no hay que pegar ni brote.

Leo que la economía sumergida española supone un porcentaje importante de nuestro producto interior bruto. Y como soy así de simple, a primera vista me pego un alegrón.
Luego lo pienso y me doy cuenta de que eso no está bien. Pero me pregunto por qué mi primera reacción ha sido de alegría. Me doy una explicación muy fácil. Porque me parece que esto indica que hay mucha gente que, sin esperar nada del Estado, se ha lanzado a montar sus negocietes y ha pensado que ya llegará el día en que los ponga en la legalidad.
Ya sé que aquí puede haber explotación (inadmisible) de las personas, incluidos los inmigrantes, etc. Pero si en España hay suficientes empresarios como para ir creando riqueza, aunque sea sumergida, me llevo una gran alegría.

P.S.
1. Si lo que acabo de decir os suena a inmoralidad, lo retiro.
2. Como aclaración, lo que he querido decir es que España saldrá adelante si TODOS maduramos un poco, si nos volvemos mayores y si tomamos el mando de nuestras vidas.
3. En el otro libro dije que teníamos que ser “Empresarios de nuestras vidas”.
4. Pues lo mantengo.

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