Después de 40 años, los poderes económicos y sus edecanes, los políticos, lanzan la consigna de poner en marcha mecanismos y medidas de austeridad para abordar la crisis. Sin embargo, las diferencias con el discurso berlingueriano son abisales. Lo que ahora se está aplicando no es sólo un fortísimo recorte de derechos sociales, sino un nuevo modelo de relación capital-trabajo que nos retrotrae a la época del capitalismo manchesteriano.
La austeridad es una manifestación de la racionalidad en cuanto al uso de los recursos, la aplicación de los mismos a las necesidades inherentes al desarrollo personal y colectivo y su reposición en aras del equilibrio ecológico.
La austeridad es incompatible con unas fuerzas económicas y financieras totalmente desligadas y ajenas a las decisiones de los poderes públicos y de los pueblos que, en última instancia, los sostienen. Y en establecer una correcta y coherente adecuación entre medios, resultados y fines en orden a objetivos que generalicen la aplicación de los derechos humanos estriba el concepto eficiencia, hijo de la austeridad.
Pero hay en todo esto una notable diferencia entre la austeridad como virtud práctica capaz de instalar la justicia y la degradación actual del concepto: el rigor del discurso, la claridad y precisión de los términos, la justeza de las propuestas y la ausencia de demagogia electoralista.
Los conceptos y las palabras también precisan de la austeridad.
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